Congojas y espumas de un tiempo infinito





El arte es el lenguaje de lo sublime y de lo oculto. El artista con su sentido poético atrapa lo que podría evanecerse sin dejar el mínimo trazo. La música, la pluma y el uso del pincel conceden majestad a los entes que circundan la vida de Jocelyn Lugo. En la ritualidad de su alma, en las mañanas brumosas y frías de su taller, con la intensa magia de sus manos, plasma lo que la erosión ha realizado con las cosas que la circundan. Jocelyn ama la luz, en el deslizar de esta se avizoran espacios que encarnan la oscuridad, hay espacios desconocidos de la nostalgia que ella logra retener para evitar la absoluta disolución y la muerte de un mundo que es abrumado por la lucha de sus propias fuerzas destructivas.


Jocelyn transmite con su pintura el hondo sentimiento metafísico de la percepción
cristiana, desde las lianas de su pensamiento combina el sentimiento religioso de la paz perpetua con la osadía extraordinaria de transitar, no en las rutas ordinarias del lenguaje, sino la escabrosa tiniebla de la expresión. Las hojas y el viento están a su lado, perfilan las transfiguraciones de lo que emerge desde los lienzos que nos entrega. La neblina y los rocíos nos dan la bendición del bautizo. Los colores que nos regala, los pecíolos y el bosque fragmentado nos retornan a la magia de esa abundancia natural que nos descubre nuestra artista plástica, deambulamos entonces por parajes que nos hablan de la cura, de lo primigenio, de la elevación. La espesura de la naturaleza, el relampaguear lejano, allá, muy lejos, hasta perderse en el horizonte nos hace comprender que la perennidad y lo efímero son la misma cosa.



Lo vital en la obra de la artista que presentamos no remite al mundo de la derilectión. En esa dialéctica sublime del ser aparece lo sustancial y medular de su postura ante el mundo, la pluralidad de una existencia que nos hace saber de la diversidad y del Océano infinito de los sueños. La existencia es laceración porque el tiempo, el río del pasar, graba, deja su huella y horada lo que vive, lo que roza. A la misma vez la luz infinita se muestra como un manto imperecedero de visiones y de expresiones donde la alcurnia testamentaria de la fuerza anímica convoca al dialogo interior y a las revelaciones. La luz y el viento forman parte del fuero interior de un arte cuyo portento reside en la retoma de la vida. Los lienzos y las figuraciones de Jocelyn buscan las voces estatutarias del universo, las revelaciones, las suyas captan lo ontológico, lo que nadie puede ver. Ese camino busca la plegaria infinita de una lengua olvidada que solo abre inspiraciones y retorna a la existencia lo que fue silenciado. El delirio místico nos conduce por las riberas de la belleza y a las promesas de un mundo celestial.

 

De la luz de sus lienzos emergen figuras que están allí y que no renuncian al diálogo entre lo inconsciente y los entes que poseen absoluta autonomía para expresarse, ellos residen en lo fortuito, en el golpe de emociones que produce la retina. Cuando penetramos los paraísos de Jocelyn, comprendemos que de sus manos emergen las enseñanzas que nos encaminan a cohabitar con figuras olvidadas que están más allá de la gramática y de las preceptivas pictóricas, son solo el palpito emotivo de un esfuerzo espiritual que necesita resignificar lo despreciado. Todo lo que se va nombrando y mostrando son universos que tienen derecho a pervivir y a no perderse en la apercepción del olvido infinito. Los cuadros de Jocelyn y los trazos que dejan plasmados los pigmentos que forman parte de sus composiciones, fortalecen el reverdecer de un lenguaje que es impostura en una época donde los Dioses del latón y del industrialismo han sacrificado a la memoria tierna de palabras tersas y de trazos que luchan por plasmar lo ignominioso.



Nuestra artista marcha hacia la sintonía, hacia la voz del viento, las fotografías en blanco y negro son amadas con fascinación por esta dama, en esa expresión va la memoria y el recuerdo de su abuelo Alfonzo Lugo Marte, fallecido a los 97 años, fotógrafo de un profesionalismo excepcional, quien hasta el último día de su vida arrastró detrás de si su cámara Rolleilex y su trípode. Su admirado ascendente fue amante de la sugerencia, con una química permanente hacia la poesía de la calle, vivía atrapado por la belleza de las pequeñas cosas y desde allí fue confeccionado la permanencia de sus retratos. Sus recuerdos son la crónica perfecta de recreación de una memoria que no se puede olvidar y hacerse extinta. Jocelin trabaja con los elementos más frágiles, la erosión, el tiempo, los colores y la soledad son los solios de su creación. Pintura del alma, de la fosforescencia, de la amalgama de pigmentos y de la evocación de la llama de una vela como nos lo legó Gastón Bachelard.

La pintura de Jocelyn transita por las rutas y la realización de un panóptico que resalta la magnificencia de la mirada, los ángulos de su contemplación son multívocos, su lenguaje interpela la vida del hombre que reside en el conocimiento ordinario. Se marcha hacia la magnificencia de los sublime. La plasticidad del espíritu del hombre reside en la música, en la poesía, en la historia y en la contemplación, su espátula es festiva y las reglas provienen del propio arte como lo diría Schelling. Lo más importantes para esta mujer es remar en sus propias intuiciones hasta fundirse consigo misma. Los ecos de la neblina resuenan en sus oídos, la magnificencia de los viejos árboles y de sus hojas asidas por el viento cobran fuerzas y dimensiones en un mundo que no se siente abandonado.


En los jardines del templo de Jocelin moran los Dioses Céfiro y Bóreas; en arrebato permanente penetran las figuras de papel, de pasta y de arcillas que cobran su majestad en los caminos que se van bordeando camino a la eternidad. Cuando comienzan las mañanas la esperan en la perenne sinfonía primaveral que materializan sus presencias. El taller es un sitio de encanto donde se dan cita adioses definitivos a la banalidad material de sustancias que moran hasta putrefactarse, no tienen otro camino, sin embargo, el declive de la madrugada nos va permitiendo escuchar las voces cautivas de su alma, estas emergen rutilantes. El olor a eucalipto de los árboles cercanos aprehende una eternidad que necesita de élan para perdurar, envuelta entre esos celajes sus días se refugian en el álbum fotográfico de la memoria, hasta toman forma en la majestad de una obra que es catarsis, que es amor, silencio y secretos de lo que perdurará.


Nelson Guzmán

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