El monstruo introvertido



La ciudad es una realidad física, tangible. Pero también es, inequívocamente, una construcción social.


El peligro puede definirse como un riesgo o contingencia inminente de que suceda algún mal. Supone (un) lugar, paso, obstáculo o situación en que aumenta la inminencia del daño.


El riesgo está vinculado con la vulnerabilidad, mientras que el peligro aparece asociado a la factibilidad del perjuicio. El peligro es una causa del riesgo.


* * *


Cuidado en la calle, cuidado en la acera, el que no corre vuela. La ciudad, esa sensación de alerta que pica en el alma y disminuye –o activa– la actitud defensiva que hemos conservado de los primates peludos. Esa luz roja de alarma que nos impide el movimiento, fluye de ella. A veces nos atrapa, atávicamente, recorriendo aceras derruidas, esquivando basura amontonada, sintiendo la soledad en el pescuezo. Y se convierte en trama.


"Los dibujos de Zacarías García agrupados en la serie Ciudad peligro han sido atacados por la inquietud, la interrogante del abandono. Lo humano no está; en apariencia se ha extinguido. Ha sido devorado por paredes, escondido detrás de puertas, ventanas y verjas de pinchos, que semejan garras y colmillos de animales bipolares, tímidos y feroces, de alguna manera alter ego del artista que se desdobla en su obra ante circunstancias percibidas como riesgosas.


Queda sugerida la posibilidad de que el edificio “protector” solo sea una escenografía, un set construido para que, oportunamente, alguien entre en escena. Sin embargo, tal aparición se teme obscena y ni siquiera está garantizada, ya que el ser humano ha devenido estorbo, una anécdota proscrita, un sucedáneo. Tal vez incluso haya sido declarado innecesario, baladí.


De hecho, flota una suerte de indefensión sobre ciudad peligro.Observamos el vecindario desde afuera, pero parece que alguien, oculto como el topo que ha cavado las galerías en el cuento “La construcción”, de Franz Kafka, se arrastra vigilando nuestros movimientos desde el interior de los viejos habitáculos, más que vistos, intuidos, completados por mecanismos cerebrales.


Una ciudad desolada, misteriosa, sin edad, circula y toma forma desde esas casas, que parecen derrumbarse o jugar la ere paralizada para engañarnos y, mediante el truco, esperar que miremos a otro lado. Lo geométrico, lo inclinado, nos pone nerviosos. Algo salta, se mueve. Ante cualquier signo de alarma escapará. Bajo las ventanas, que parecen cepos o trampas, se quedan agazapados seres invisibles que portan secretos.


La ciudad peligro es ante todo nuestra psique, una mente subconsciente oprimida por el exterior. Desde allí, nace un engendro, se construye un yo que, de invadido por el miedo, de pronto pasa a la agresión pasiva: siente ganas de hacer daño. La amenaza mutó de un estado de latencia a desmadrarse sin freno. Debemos protegernos, y en el proceso, encarcelarnos. Guardar la llave. En este sentido, volviendo al universo kafkiano, las puerta son simulaciones que disuaden la agresión, es decir, subliman la necesidad de entrar en acción.


Sin embargo, estas cárceles de silencio, sin que pueda objetarse su crueldad, son tiernas. Muestran por sus resquicios vulnerabilidad. Resumen una ciudad tímida, que se ampara en su aspereza para no ser arrancada de raíz. Hay en esta arquitectura, sola, desconfiada, una metáfora de la existencia en los pequeños condominios y estrechos pasillos, en las callejuelas, donde como ratones la gente huye a su agujero y desde allí cavila sobre su pobre suerte.


Se manifiesta desde adentro una parálisis psicológica. Lo de afuera nos coarta, nos apalea y nos escuece. Es la humanidad, con sus ruidos metálicos de portones violados, sirenas persecutoras, gritos lejanos. Un retumbar de generador eléctrico aquí; chillidos, risas y jolgorios ajenos allá.


Para controlar cada movimiento del invasor, somos prestos. Nos encaramamos en una atalaya, en torres de vigilancia, murallas y puyas que, de manera contradictoria, incluso se erigen a veces dentro de la construcción y no solo impiden la entrada sino la salida. Hay, en tal mirada, una confesión: la agresión es la condición humana, lo femenino, la familia, los círculos de amigos.


Los niveles de conflictividad, recuerdos y temores producen un deseo de revancha anticipada. La ansiedad y el auto-cuido ante la vocación destructiva de la gente se hallan palpables, toman vida propia. En la medida en que verificamos la derrota-muerte de nuestros oponentes, algo en nuestro interior reposa y se solaza, dándonos la razón: estábamos en riesgo, el perjuicio venía de afuera.


La moral de estos espacios obsoletos, cubiertos de espinas, parece transcurrir en los colores utilizados: pardo, gris pizarra, amarillo ocre, arcilla desleída, plomo. Lo exterior se vuelve, otra vez, libertino, escandaloso, riesgoso. No puede venir nada bueno de allí. Sin embargo, ciertos rincones, que ventilan su porosidad hacia la noche, invitan con una estética que sugiere lo improbable. Parecen decir, “si pasas mi muralla podrás poseerme y no me resistiré”. Se recomienda extremar la cautela. No todo el mundo será admitido. En el intento quizás alguien muera empalado.


La ciudad peligro, con su hermosura oculta, su armonía inesperada, se desentraña como un vehículo de ansiedad política. Es la antítesis de un poblado que ha reconquistado sus esquinas para relajarse, contraviene los discursos que, si liberadores o temerarios, proponen la alegría desmarcándose de los confinamientos. En ese sentido, ciudad peligro expresa una disociación, un mal humor arbitrario.


La algarabía de las aceras, fiestas y templetes improvisados no la conmueve, sino que por el contrario la lacera, ya que no la entiende. Ciudad peligro ha decidido encerrarse y defenderse de una visión entusiasta e informal que rechaza la modernidad. En su primitivismo, la interpreta irresponsable.


Para ello coloca en torno a sus muros un arsenal de puyas, concreto, rejas y alambres. Afuera pulula la amenaza, ya sea enfermedad, crimen, lascivia, putrefacción, rebeldía, maldad y fealdad. Será difícil que una ciudad peligro distinta, la metafísica, tome el lugar de la otra, la que hace tiempo tomó partido por el temor.


La cosmovisión de ciudad peligro le hace sentir, precisamente, el peligro de ser reemplazada. Un barniz vetusto la abraza como un tirro, convirtiéndola en reducto de ideas fijas, que se solazan en la desesperación y la paranoia. Una desesperación inmóvil, por cierto, extemporánea y contemplativa, sólida como un queso y ya sin argumentos que le asistan. Tenemos como resultado, entonces, un estado de alienación, una medicación permanente, auto-infligida, ante el reto de vivir a plenitud.


Tal reducción le conmina a protestar ante el turbio sistema sin ser escuchada, sin decidirse por métodos más directos. La ciudad lobotomizada descubre la verdad a través de los barrotes: asiste a una revelación pero, convaleciente, es sometida. Cercenada de esperanza, se niega a enfrentarla. Continuará, fatalmente, como número de un internado perenne. No quiere correr ningún riesgo, y menos el de cambiar. Demasiado difícil, demasiado peligroso.


El riesgo debe evitarse, para que no se convierta en peligro. Pero ya lo hemos dejado avanzar, es muy tarde y está suelto por allí. Aún anida afuera. Si evitamos que entre y nos amenace, rabioso como un perro, si acordonamos todo el contorno, posiblemente impidamos que muestre su hocico. De todas maneras nos invadió, tampoco es posible ya vivir sin él. No podemos, una vez asumido ideal, renunciar a vivir en peligro. Ello se ha convertido en una rutina espantosa y sin embargo deseable, ya que la alternativa es fatal e inaceptable.


Somos en ciudad peligro tortugas en su caparazón. Justificamos nuestra desaparición de escena, a favor de paredes y ausencia. Ya el peligro nos ha reemplazado; no existimos. En los dibujos de Zacarías García el elemento humano es como el mismo peligro. No lo vemos, pero es inevitable percibirlo, latente, sugerido, odioso. ¿Quién pudo perpetrar este espanto? ¿Quién dejó en ruinas el anhelo de una convivencia idílica? Quedan los sueños, pero es inútil perseguirlos. Como nubes, pasan por la ventana, diluyéndose, habitantes de un mundo extraviado.


Aun así, a lo hecho pecho. Mejor desaparecer por completo, de esa manera no estaremos presentes en el cataclismo, ni sufriremos cuando el verdadero riesgo se decida a salir de control, apareciendo sin remedio el peligro. En esa oportunidad, medraremos a salvo en la inexistencia, burlándonos del que quiso enfrentar con imprudencia el destino. Ese gusano será aplastado por el azar; en cambio, en ciudad peligro todo es seguro, como que ya no hay vida que defender.


Igual, ciudad peligro ya nació condenada. Ella, trepando ladrillo a ladrillo sobre sus cimientos hasta erigirse en muralla ciega y lamentable que impide la huida, y a la vez tan vulnerable y codiciosa que niega la entrada de sus potenciales destructores, se abalanzó sobre la colina. Luego de poseerla, mirando el horizonte con nostalgia, se separó del entusiasmo por vivir para enterrarse en un día a día frenético, que la dejó exhausta.


Acumuló cemento y, con torpeza emocional, se llenó de visiones digeridas a la carrera. Así como llegaba una idea innovadora, se la tragaba sin masticar. Al tiempo se indigestó de sin sentido. A la ciudad peligro, fragmentada y de argumentos postizos, se le taparon los poros. En un momento dado, sin que pudiera advertirlo, su aparente calma se volvió miedo e incomprensión imposible de drenar.


Había ya otras ciudades mirándola de reojo, metidas en sus entresijos, en las cloacas. Querían penetrar por los tragaluces, intentaban parasitarla. Llenarla de sorpresa y caos. Romper todo. La vieja pared se hizo insuficiente. El riesgo caducó y se volvió peligro. La ingenuidad sacó sus colmillos y se mostró tal cual era. En el fondo, insegura, estéril y fascista.


El grito persiste: un muñeco inerte, reducido a silueta, se arrastra por ciudad peligro, queriendo hallar escaleras fantasmales. Su movimiento entrecortado, espasmódico y siniestro, asoma una esperanza, banal y sin fuerza. Queda, atrapada en un borrón de líneas asfixiantes, una ruta de escape. Tras toda esa claustrofobia espera la sonrisa de la muerte. La unión con la naturaleza, el ciclo de la vida y la liberación final.


Luis Laya

Fragmento del libro "Ciudad Peligro" de Zacarías García.

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